lunes, 14 de enero de 2013

Colaboración

Es a veces que veo que te miras como yo me vi, El Patito Feo de la Ciénaga. Yo, en mi mismidad, en un entorno que me era hostil, que no me comprendía y que no quería comprender, que no me correspondía y al que no quería corresponder. Me encerré en mi egocentrismo ostracista y allí me cultivé. Y aprendí. Y supe. Y me di cuenta, entonces, que la realidad, la única, la unívoca realidad, era la del prisma de mis sentidos. Cuando salí del caparazón, me miré en el espejo y vi la realidad, no era quien había creído ser. Era el Cisne del Jardín. Narciso entre las flores. Y a modo, no sé si de venganza o redención, de recuperar el tiempo perdido o de apurar un presente incierto, cual abeja en primavera, de todas las flores que pude, libé. De nada me arrepiento, porque allí la encontré. Preciosa. Resplandeciente. Única. Recuerdos. El amor existe, doy fe. No sé qué fue primero, su sonrisa, la cadencia de su voz, la mirada que todavía hoy me persigue. Instintivamente supe que la había encontrado. Era ella. Nada tardamos en comprobar que nuestros cuerpos correspondían, se respondían. Su piel; aún tengo en mi retina el mapa de sus lunares, en mis yemas el tacto de sus poros, y su olor, ¡esa piel!, que me envuelve cada vez que la evoco. Desde entonces no perdí nunca ocasión de rozarla, acariciarla, presionarla, con mis manos, con mi boca, con mi lengua, ¡cómo olvidar su sabor! Y me llamaba, con ese lenguaje que sólo los que lo conocen entienden. Nunca supimos qué significaba “hacer el amor” hasta que… Nunca fue sexo. Pasábamos horas entre caricias, susurros, juegos; desnudos, el cuerpo y la mente, compartiéndolo todo. Era así como empezaba. Desconexión, del tiempo, del espacio, del entorno. Bocas que se buscan, labios carnosos que se desean, lenguas, tiernas lenguas, ¡como añoro su lengua! Manos que recorren su cuerpo, manos que recorren el mío, manos que se encuentran y se abrazan. Pechos hinchados que buscan mi torso y encuentran mis dedos, pezones enhiestos que besan mi saliva y sentirla, sentir que se arquea, se dilatan sus poros, se humedece su sexo. Llegar despacio, disfrutar cada instante, cada contacto, ser consciente de todas y cada una de las partes de nuestros cuerpos en contacto, enroscados en una profundidad sensual que nunca habíamos sentido. Juegos de saliva, susurros, mordiscos. Oír su risa excitada, su jadeo, la expresión sonriente de la cara de quien se entrega, sin reserva, a lo absoluto. Y, poco a poco, sentir su calor, su humedad, su dilatada carne abrazando la mía, solícita, anhelante, cargada de deseo. Un punto de inflexión, un torrente emocional que golpeaba con violencia mi cerebro, sé que el suyo. Y gozar de ese contacto íntimo, cálido y volver a los juegos, a las miradas cómplices de los que comparten algo más que sus fluidos y sus pasiones, inflamados, en lo físico, en lo emocional. Dilatábamos en el tiempo estas uniones y dejábamos hablar a nuestros cuerpos con mucha suavidad, sensualidad, hasta que la excitación nos pedía fuerza, vehemencia, rigor, nada decíamos nosotros, nada cedían nuestros impulsos. Henchidos de pasión, con dientes, con garras, salvajes, revolcados, mojados, hirviendo en nuestro interior. Violentos. Creciendo, creciendo, creciendo hasta la explosión convulsa, juntos, siempre juntos en el éxtasis, en cada encuentro. Cada orgasmo, intenso, dilatado, superaba el anterior, insuperable hasta el siguiente. Jamás los había sentido así, jamás volveré a sentirlos.
Y se fue. Y la seguí. “Hasta aquí, amor mío, uno de los dos tiene que quedarse para dar fe de que el amor existe, las puertas de la muerte son las únicas que cruzaré sin ti”, fueron las últimas palabras que me dijo.

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