Es
a veces que veo que te miras como yo me vi, El Patito Feo de la
Ciénaga. Yo, en mi mismidad, en un entorno que me era hostil, que no me
comprendía y que no quería comprender, que no me correspondía y al que
no quería corresponder. Me encerré en mi egocentrismo ostracista y allí
me cultivé. Y aprendí. Y supe. Y me di cuenta, entonces, que la
realidad, la única, la unívoca realidad, era la del prisma de mis
sentidos. Cuando salí del caparazón, me miré en el espejo y vi la
realidad, no era quien había creído ser. Era el Cisne del Jardín.
Narciso entre las flores. Y a modo, no sé si de venganza o redención, de
recuperar el tiempo perdido o de apurar un presente incierto, cual
abeja en primavera, de todas las flores que pude, libé. De nada me
arrepiento, porque allí la encontré. Preciosa. Resplandeciente. Única.
Recuerdos. El amor existe, doy fe. No sé qué fue primero, su sonrisa, la
cadencia de su voz, la mirada que todavía hoy me persigue.
Instintivamente supe que la había encontrado. Era ella. Nada tardamos en
comprobar que nuestros cuerpos correspondían, se respondían. Su piel;
aún tengo en mi retina el mapa de sus lunares, en mis yemas el tacto de
sus poros, y su olor, ¡esa piel!, que me envuelve cada vez que la evoco.
Desde entonces no perdí nunca ocasión de rozarla, acariciarla,
presionarla, con mis manos, con mi boca, con mi lengua, ¡cómo olvidar su
sabor! Y me llamaba, con ese lenguaje que sólo los que lo conocen
entienden. Nunca supimos qué significaba “hacer el amor” hasta que…
Nunca fue sexo. Pasábamos horas entre caricias, susurros, juegos;
desnudos, el cuerpo y la mente, compartiéndolo todo. Era así como
empezaba. Desconexión, del tiempo, del espacio, del entorno. Bocas que
se buscan, labios carnosos que se desean, lenguas, tiernas lenguas,
¡como añoro su lengua! Manos que recorren su cuerpo, manos que recorren
el mío, manos que se encuentran y se abrazan. Pechos hinchados que
buscan mi torso y encuentran mis dedos, pezones enhiestos que besan mi
saliva y sentirla, sentir que se arquea, se dilatan sus poros, se
humedece su sexo. Llegar despacio, disfrutar cada instante, cada
contacto, ser consciente de todas y cada una de las partes de nuestros
cuerpos en contacto, enroscados en una profundidad sensual que nunca
habíamos sentido. Juegos de saliva, susurros, mordiscos. Oír su risa
excitada, su jadeo, la expresión sonriente de la cara de quien se
entrega, sin reserva, a lo absoluto. Y, poco a poco, sentir su calor, su
humedad, su dilatada carne abrazando la mía, solícita, anhelante,
cargada de deseo. Un punto de inflexión, un torrente emocional que
golpeaba con violencia mi cerebro, sé que el suyo. Y gozar de ese
contacto íntimo, cálido y volver a los juegos, a las miradas cómplices
de los que comparten algo más que sus fluidos y sus pasiones,
inflamados, en lo físico, en lo emocional. Dilatábamos en el tiempo
estas uniones y dejábamos hablar a nuestros cuerpos con mucha suavidad,
sensualidad, hasta que la excitación nos pedía fuerza, vehemencia,
rigor, nada decíamos nosotros, nada cedían nuestros impulsos. Henchidos
de pasión, con dientes, con garras, salvajes, revolcados, mojados,
hirviendo en nuestro interior. Violentos. Creciendo, creciendo,
creciendo hasta la explosión convulsa, juntos, siempre juntos en el
éxtasis, en cada encuentro. Cada orgasmo, intenso, dilatado, superaba el
anterior, insuperable hasta el siguiente. Jamás los había sentido así,
jamás volveré a sentirlos.
Y
se fue. Y la seguí. “Hasta aquí, amor mío, uno de los dos tiene que
quedarse para dar fe de que el amor existe, las puertas de la muerte son
las únicas que cruzaré sin ti”, fueron las últimas palabras que me
dijo.
Madre mia!!! Es algo fascinante! Cada día me gusta mas como escribes!
ResponderEliminarEs una colaboración...
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